sábado, 27 de septiembre de 2008
miércoles, 24 de septiembre de 2008
Apocalíptica y larga reflexión de una A.S.P. cabreada con el mundo
Todas las generaciones han pasado lo suyo desde que el mundo es mundo, así que no voy a entrar en el concepto, ni en lo que cada una ha sobrellevado, ni tan siquiera en lo que Ortega y otros definieron como tal. Simplemente, voy a desahogarme por pertenecer a la que pertenezco, porque la conozco bien, y porque estoy rodeada de ella.
Nosotros, los de veintimuchos y treintaipocos, los hijos de la transición, los de un presente como los de ningún otro y un futuro mejor. Crecimos sobreprotegidos, con todas las comodidades y posibilidades que pudieran imaginarse, en democracia, sin nada por lo que luchar porque todo estaba ganado ya. Debíamos estudiar todo aquello que nuestros padres no pudieron estudiar y, por dios, ¡cómo no hacerlo, si los títulos eran el pasaporte al cielo de los sueños hechos realidad! ¡Podríamos tener la vida que quisiéramos, el trabajo que deseáramos, conocer a quién nos diera la gana, vivir como quisiéramos hacerlo! Y todo ello, por supuesto, en un mundo mejor, justo, tolerante, libre de totalitarismos y lleno de librepensadores...
Sí, libres, desde luego, para pensar que nada de esto fue lo que nos prometieron, lo que escuchamos durante nuestra infancia, adolescencia y primera edad… ¿adulta? Nos lo creímos todo, para terminar siendo lo que somos. Mileuristas, ese es el nombre que recientemente nos dieron. Porque tenemos trabajos de mierda con sueldos de mierda, con un montón de títulos también de mierda bajo el brazo. Sobradamente preparados, claro… pero cada vez menos jóvenes (los A.S.P., vaya) Y mientras esto tiene lugar, vamos convirtiéndonos en hombres y mujeres insatisfechos, que van aparcando sueños y resignándose con desperdicios de lo que pudo haber sido y no fue. O en eternos inmaduros, acojonados, acomplejados, desencantados, egoístas crónicos y mimados que, desde luego, y a este ritmo, jamás podremos ni querremos formar una familia. Con principios o sin ellos, eso ya qué más da, con más o menos fuerza para seguir hacia un futuro en el que no creemos, con más o menos motivos para llorar.
No tenemos muy claro donde vivir, con quién salir, a quién querer, o con quien follar (o dónde, que es peor todavía), ni cual sería el empleo ideal que nos hiciera sentir realizados cobrando lo suficiente como para llegar a fin de mes sin prescindir, eso sí, de la vida ociosa a la que nos acostumbramos mientras pagaban papá y mamá. Nos duelen las caídas como si nunca nos hubiéramos golpeado (¿acaso lo hemos hecho?), nos maquillamos de felicidad para escapar de la realidad, devoramos la vida a toda velocidad para no ser devorados por ella, y nos consolamos con las geniales ideas de publicistas de la chispa de la vida que no hacen más que alimentar el consumo en un mundo ya consumido de consumo.
¿Crisis económica? Ja! Sólo intentan distraernos de lo que de verdad se avecina, para que no pensemos demasiado en que dentro de poco, el mundo estará en manos de millones de personas en continua crisis existencial. ¿Qué psicólogo tratará al psicólogo? En Historia, aquélla carrera que estudié para (des)encontrarme ahora como me (des)encuentro, tratamos de manera intensiva una expresión que ahora me viene a la cabeza: Crisis de Paradigmas. Porque escasos son ya los antiguos paradigmas que sobreviven para ayudarnos a entender y explicar el mundo… o nuestra propia existencia. Nada define mejor el saco roto, el blanco y en botella que no terminamos de aceptar, el sálvese quien pueda. Nada, como nada es la falta de fe, el no saber en qué creer cuando no se cree en nada.