Fin de semana de visitas fugaces desordenadas, increibles amantes lesbianos, alfombras rojas que no llegaron a ser, maniobras de escapismo bajo las sábanas, y padrinos elevados al cubo.
Nadie se percata del incidente mental, pero mientras los Love of Lesbian tocan, tal vez La Niña Imantada, mi cabeza se convierte en un torbellino de… recuerdos? No, no es eso. Más bien, de manera incontrolada, realizo un repaso de los últimos años de mi vida. Sin yo querer, como un flashback que va por libre, que aparece en la escena sin pedir permiso. Y botando, porque de votar aún no era tiempo, me doy cuenta de lo bien que me lo estoy pasando, a pesar del cansancio físico, a pesar de que al día siguiente, y al siguiente, tendré que madrugar aunque sea sábado y domingo. Y cantando, expulso los demonios que aún llevaba dentro, todas esas iniciales que un día me destrozaron, heciéndome también parte de lo que ahora soy. Y gritando, me deshago de los fracasos que quizás no fueron tales, pero que yo los viví así. También de los que lo fueron y no me atreví a intuir. Y danzando, me amarro al cuerpo que hoy me sujeta del desequilibrio cotidiano, recordándome el significado de eso que llaman felicidad.
Y mientras dura el repaso, apenas un par de minutos, descubro que no es tan terrible ver el tiempo avanzar, incluso cuando lo hace tan rápidamente. Descubro que por fin empiezo a acostumbrarme a los cambios (que no a acomodarme). Me doy cuenta de que aunque ahora mate por un aspirador en vez de por un bolso y unos zapatos, sigo siendo la misma. Confieso que el hecho de que ahora me muera por comer una crema de calabacín o unas lentejas, ha dejado de preocuparme. Y acepto de una vez lo que Ortega ya pronunció hace tiempo. Que yo soy yo y mis circunstancias, y que mi cuerpo no va a convertirme en una amargada porque ya no aguante lo que aguantaba. Puede que no se mueva igual, pero yo sigo moviéndome. Y estoy segura de que no pienso parar.