Basta pensar que no debes volver para encontrarte cargando las maletas de regreso. Basta ser consciente del error que supondrá hacerlo para hacerlo cuanto antes. Basta repetirte mil veces más una que no debes desearlo para verte envuelto entre sábanas que no te correspondían. No es que no haya cambiado nada, es que han cambiado tantas cosas que, al final, el eterno retorno es inevitable. Te esmeras tanto por cultivar la tierra desde la base, desde el centro, que se te agota la tierra buena y acabas arando en la periferia para conformarte con precarias cosechas. ¿Ley de rendimiento decreciente? No, no era eso, creo que no conseguí entenderla nunca. Volver. A las dudas, al miedo, a la dependencia emocional, a las crisis existenciales, a la desconfianza propia y ajena, a la inseguridad. Volver, también, a los viejos errores que se mezclan con otros nuevos, porque se te vuelven a escapar los te quieros que los diques contenían. Ya no hay diques y, claro, vuelves a quedarte desnuda. Desnuda en un caos que, en realidad, no viene propiciado por él, sino por la inevitable realidad de hacerte adulta y saber que tus sueños son incompatibles y que, aunque tus frustraciones sólo sean preventivas, las decisiones insatisfechas sobrevolarán por siempre tu conciencia.
Mezcla. Mezcla y remueve con paciencia los 200 gramos de antaño con el medio kilo de novedad y obtendrás un excelente pastel de pánico profesional, vocacional y amoroso. O quizás encuentres la fórmula secreta del turrón que, ahora sí, comprobado empíricamente, vuelve a casa por navidad.
Pd: Ni paranoia bloguera, ni nueva ocupación, ni inexistencia de tiempo... cuénto echaba ésto de menos!